domingo, 21 de abril de 2013
El Viaje
No puede
dormir. Aún faltan varios minutos para levantarse.
Esta vez
no quiere levantarse. Esta vez no quiere ir. Le duele la cabeza como si el
alcohol hubiera empeorado las cosas. Finalmente suena el despertador. El sonido
es como el de un teléfono, pero de los viejos. Lo apaga rápido. Nunca pudo
cambiar el tono que le había elegido. Nunca supo, nunca quiso. Antes era una
forma de recordarlo. Ahora deseaba, con pulcro esmero, olvidar cada detalle que
hacía de ese trayecto diario, un trayecto no cualquiera, porque esta vez el
destino de ese día era como encontrar un paraíso perdido, sabiéndolo perdido de
antemano (algo tan terrible como los segundos previos al vómito).
Tenía
miedo. Miedo de volver, de verlo, de verse. Sin embargo, tenía que hacer ese
viaje para pensar en no pensarlo nunca más.
Finalmente
se levanta. Prende un pucho antes que un mate. Está nerviosa. Pone a calentar
el agua deseando que el fuego no funcione, que se apague, que el agua se
evapore. Que el viaje sea corto, como un vuelo a Montevideo.
Mira el
reloj. Son las ocho y hace calor. Se anticipa un mediodía insoportable. Decide
no bañarse. Decide no llevar ningún saco.
Aunque
transpire, la fiebre no baja.
Prefiere
ir más descubierta, como buscando ingenuamente una levedad imposible.
Lo pasado
vendrá después, en el tren; cuando llegue y ya no lo vea, sino que lo huya.
(De un
lugar se huye, pero esto era distinto: Era huirlo).
Sobre el
sillón del living, había dejado la mochila preparada a medias: cepillo de
dientes, billetera, papeles. Una dirección desconocida. Un libro.
Cualquiera.
cualquiera
que no la hiciera pensar.
Un libro
que le hiciera el viaje más corto.
En
realidad, cualquier excusa es buena para pensar.
El tema
era no pensarlo.
Aunque lo
piensa, aunque ya no la entretenga (y menos la divierta).
Revisa si
está todo.
Suspira. Sigue
con miedo, pero ya sin ganas de vomitar. Agarra sus cosas, se ve discreta en el
espejo. Se va, cerrando la puerta con cuidado para que nadie escuche, aunque
esté sola.
El viento
intenta despabilarla (tres cuadras le alcanzan). Llega a la parada y mira el
cartel. Tiene las letras desteñidas, borradas. Superpuestas, corroídas,
quebrantadas. Antes de poder adivinar al menos una línea, llega el colectivo.
La
avenida va en cámara lenta; mientras ella recorre en su cabeza el trayecto.
Faltan
kilómetros de olvido.
Y la
avenida va lenta, como detenida...
Llega a
Retiro. Los vendedores ambulantes con olor a frito y las uñas negras, ya no
están en la calle. Escucha atenta el comentario de que los desalojaron hace
unos días.
Desde la
noticia, los extraña. Sabe que ya no vuelven: ellos, su olor y sus uñas.
Extraña
verlos gritarse al mejor estilo napolitano.
Saberlos
trabajar.
Antes
ella mataba el tiempo de espera, mirándolos moverse, reír, hablar. Entretenerla
era también un trabajo que ahora sabe que jamás les pagó, salvo con un
despertador violeta que terminó en la basura (y por eso ahora usaba su celular
de alarma y su tono, viejo…de teléfono)
Algo
cambió.
Extraña
ese olor, ese que parecía no querer nadie.
Sabe que
en un año nadie los recordará, ni a ellos, ni a sus gritos. Simplemente no
estarán más y nadie sabrá el destino de esa ausencia.
Saca el
boleto. Es su día de suerte porque faltan cinco minutos para que salga. La
espera es casi tan breve como necesaria. Ya no recuerda a los vendedores
ambulantes, ya no hace falta verlos.
Sube la
ventanilla para que entre el sol que no tiene en su casa.
El resto
sigue igual: con sus carteles, con los nombres de las estaciones en francés que
recitaba ya de memoria: Boulogne sur Mer, Sourdeaux, Grand Bourg..., con
sus asientos duros y sus ventanillas mugrientas, con sus pisos encharcados,
como su nombre en francés.
Todo
sigue igual.
Pregunta
la hora. Falta un minuto para que salga.
Saca el
libro.
Olvida en
dónde lo dejó la última vez (tampoco sabe cuándo fue la última vez). Relee y
busca con atención su marca perdida en birome azul:
“Sólo
una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo
profundamente que hiere.”
Llora.
Finalmente
no le importa.
Llora a
los gritos, como lloran los italianos del sur.
A veces.
A S B 20/04/2013
sábado, 20 de abril de 2013
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