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domingo, 21 de abril de 2013

Vinicio Capossela- Ultimo Amore


Vinicio Capossela & Antonio Albanese- Ultimo Amore

El Viaje



No puede dormir. Aún faltan varios minutos para levantarse.
Esta vez no quiere levantarse. Esta vez no quiere ir. Le duele la cabeza como si el alcohol hubiera empeorado las cosas. Finalmente suena el despertador. El sonido es como el de un teléfono, pero de los viejos. Lo apaga rápido. Nunca pudo cambiar el tono que le había elegido. Nunca supo, nunca quiso. Antes era una forma de recordarlo. Ahora deseaba, con pulcro esmero, olvidar cada detalle que hacía de ese trayecto diario, un trayecto no cualquiera, porque esta vez el destino de ese día era como encontrar un paraíso perdido, sabiéndolo perdido de antemano (algo tan terrible como los segundos previos al vómito).
Tenía miedo. Miedo de volver, de verlo, de verse. Sin embargo, tenía que hacer ese viaje para pensar en no pensarlo nunca más.
Finalmente se levanta. Prende un pucho antes que un mate. Está nerviosa. Pone a calentar el agua deseando que el fuego no funcione, que se apague, que el agua se evapore. Que el viaje sea corto, como un vuelo a Montevideo.
Mira el reloj. Son las ocho y hace calor. Se anticipa un mediodía insoportable. Decide no bañarse. Decide no llevar ningún saco.
Aunque transpire, la fiebre no baja.
Prefiere ir más descubierta, como buscando ingenuamente una levedad imposible.
Lo pasado vendrá después, en el tren; cuando llegue y ya no lo vea, sino que lo huya.
(De un lugar se huye, pero esto era distinto: Era huirlo).
Sobre el sillón del living, había dejado la mochila preparada a medias: cepillo de dientes, billetera, papeles. Una dirección desconocida. Un libro.
Cualquiera.
cualquiera que no la hiciera pensar.
Un libro que le hiciera el viaje más corto.
En realidad, cualquier excusa es buena para pensar.
El tema era no pensarlo.
Aunque lo piensa, aunque ya no la entretenga (y menos la divierta).

Revisa si está todo.
Suspira. Sigue con miedo, pero ya sin ganas de vomitar. Agarra sus cosas, se ve discreta en el espejo. Se va, cerrando la puerta con cuidado para que nadie escuche, aunque esté sola.
El viento intenta despabilarla (tres cuadras le alcanzan). Llega a la parada y mira el cartel. Tiene las letras desteñidas, borradas. Superpuestas, corroídas, quebrantadas. Antes de poder adivinar al menos una línea, llega el colectivo.
La avenida va en cámara lenta; mientras ella recorre en su cabeza el trayecto.
Faltan kilómetros de olvido.
Y la avenida va lenta, como detenida...

Llega a Retiro. Los vendedores ambulantes con olor a frito y las uñas negras, ya no están en la calle. Escucha atenta el comentario de que los desalojaron hace unos días.
Desde la noticia, los extraña. Sabe que ya no vuelven: ellos, su olor y sus uñas.
Extraña verlos gritarse al mejor estilo napolitano.
Saberlos trabajar.
Antes ella mataba el tiempo de espera, mirándolos moverse, reír, hablar. Entretenerla era también un trabajo que ahora sabe que jamás les pagó, salvo con un despertador violeta que terminó en la basura (y por eso ahora usaba su celular de alarma y su tono, viejo…de teléfono)
Algo cambió.
Extraña ese olor, ese que parecía no querer nadie.
Sabe que en un año nadie los recordará, ni a ellos, ni a sus gritos. Simplemente no estarán más y nadie sabrá el destino de esa ausencia.
Saca el boleto. Es su día de suerte porque faltan cinco minutos para que salga. La espera es casi tan breve como necesaria. Ya no recuerda a los vendedores ambulantes, ya no hace falta verlos.
Sube la ventanilla para que entre el sol que no tiene en su casa.
El resto sigue igual: con sus carteles, con los nombres de las estaciones en francés que recitaba ya de memoria: Boulogne sur Mer, Sourdeaux, Grand Bourg..., con sus asientos duros y sus ventanillas mugrientas, con sus pisos encharcados, como su nombre en francés.
Todo sigue igual.
Pregunta la hora. Falta un minuto para que salga.
Saca el libro.
Olvida en dónde lo dejó la última vez (tampoco sabe cuándo fue la última vez). Relee y busca con atención su marca perdida en birome azul:
 “Sólo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere.”
Llora.
Finalmente no le importa.
Llora a los gritos, como lloran los italianos del sur.
A veces.


A S B  20/04/2013