Luego
de un largo dolor, sólo queda un silencio.
La
calma se vuelve de una necesidad tan vital, tan presente.
Cerró
los ojos. Era una técnica que solía usar para intentar creerse que así lo querría
más. En realidad no es que no sintiera, era que deseaba sentir otra cosa.
Miró
hacia la laguna.
Ahí
estaban como siempre las muchas enormes garzas blancas, elegantes de vuelo y de
pose posada. La luz de las cinco les quedaba perfecta. Todas se veían rosadas, tornasoladas,
como flamencos…
Ahora
veía esa misma imagen, pero desde otro lado, desde el otro borde de la laguna
(si es que una laguna tiene otro borde) Era la calma después de tanta ausencia,
era no querer hablar porque eso no cambia el dolor. Lo escurre. A veces. Con
suerte.
De
repente flotando sobre las piedras apareció la imagen de ese hombre, ese ese
cuello - hombro del que había respondido todos sus porqués y sus sombras.
Se
obligó a cerrar los ojos. El viento le recuerda que hace frío porque está
húmeda, que el abrazo no alcanza, que ella no quiere ese abrazo. Este abrazo
consuela, pero no abriga ni se extraña, es un abrazo más anónimo, más tibio…
más breve.
Podría
no estar ahí
Quisiera quererlo estando más seca y con menos cicatrices. Quisiera
quererlo rítmicamente, que es una de las formas más auténticas del querer, las
que no dicen nada más que lo que dice un abrazo que se extraña rítmicamente.
Quisiera pensar que pronto la cosa se va a ir.
Del cuerpo sobre todo.
Vuelve
a mirar las garzas. Aún son rosadas, un poco más oscuras porque el sol de las
cinco y diez vuelve de a poco las cosas más oscuras.
Todo va
tomando un reflejo anaranjado.
El
color verde de esos árboles es el que más resiste. Lleno de garzas blancas
rosadas, más oscuras. De a poco.
De la
otra orilla, allá junto a aquel otro abrazo, todo parecía más eterno. Más detenido, pensó
Pocas
veces en la vida había sentido la certeza de estar viviendo mientras vivía. De
estar sabiendo que ese momento que se transita es único, y que de tan intenso,
jamás se repetiría de perfecto.
No eran
las garzas flamencas rosadas, que colgaban de aquellos árboles en el medio de
la laguna.
No eran
las garzas.
Era
sentir.
Olía su
perfume. Despacio.
Los
cuellos se huelen despacio.
Así no se olvidan.
Y de a poco se evaporan
No hay comentarios:
Publicar un comentario