Etiquetas

domingo, 22 de enero de 2017

Las garzas blancas

Luego de un largo dolor, sólo queda un silencio.
La calma se vuelve de una necesidad tan vital, tan presente.
Cerró los ojos. Era una técnica que solía usar para intentar creerse que así lo querría más. En realidad no es que no sintiera, era que deseaba sentir otra cosa.
Miró hacia la laguna.
Ahí estaban como siempre las muchas enormes garzas blancas, elegantes de vuelo y de pose posada. La luz de las cinco les quedaba perfecta. Todas se veían rosadas, tornasoladas, como flamencos…
Ahora veía esa misma imagen, pero desde otro lado, desde el otro borde de la laguna (si es que una laguna tiene otro borde) Era la calma después de tanta ausencia, era no querer hablar porque eso no cambia el dolor. Lo escurre. A veces. Con suerte.
De repente flotando sobre las piedras apareció la imagen de ese hombre, ese ese cuello - hombro del que había respondido todos sus porqués y sus sombras.

Se obligó a cerrar los ojos. El viento le recuerda que hace frío porque está húmeda, que el abrazo no alcanza, que ella no quiere ese abrazo. Este abrazo consuela, pero no abriga ni se extraña, es un abrazo más anónimo, más tibio… más breve.
Podría no estar ahí
Quisiera quererlo estando más seca y con menos cicatrices. Quisiera quererlo rítmicamente, que es una de las formas más auténticas del querer, las que no dicen nada más que lo que dice un abrazo que se extraña rítmicamente.
Quisiera pensar que pronto la cosa se va a ir.
Del cuerpo sobre todo.

Vuelve a mirar las garzas. Aún son rosadas, un poco más oscuras porque el sol de las cinco y diez vuelve de a poco las cosas más oscuras.
Todo va tomando un reflejo anaranjado.
El color verde de esos árboles es el que más resiste. Lleno de garzas blancas rosadas, más oscuras. De a poco.
De la otra orilla, allá junto a aquel otro abrazo, todo parecía más eterno. Más detenido, pensó
Pocas veces en la vida había sentido la certeza de estar viviendo mientras vivía. De estar sabiendo que ese momento que se transita es único, y que de tan intenso, jamás se repetiría de perfecto.

No eran las garzas flamencas rosadas, que colgaban de aquellos árboles en el medio de la laguna.
No eran las garzas.

Era sentir.


Olía su perfume. Despacio.
Los cuellos se huelen despacio.
Así no se olvidan.


Y de a poco se evaporan

No hay comentarios:

Publicar un comentario